Carnaval, fiesta de los pueblos y libertad para ser

 

Por Agustina “Achu” Díaz

En febrero de 2016, en medio de una fiesta hermosa, fui elegida Reina del Carnaval del País en la localidad de Gualeguaychú. Hacía una década atrás había comenzado a desfilar en la comparsa Marí Marí (que significa “bello amanecer” en Mapuche) y para esa edición había sido consagrada como su representante.

Compartí la competencia con otras dos mujeres hermosas, cada una de las cuales representaba la identidad de su propia comparsa. Pero no sólo era bailarina del carnaval, para ese febrero ya había asumido como Directora Provincial de Formación en Políticas Públicas y Ciudadanía del gobierno entrerriano, daba clases en dos universidades (UADER y UCU), militaba política y socialmente de manera muy activa y desde hacía un año había comenzado a formarme más fuertemente en la temática de género.

A los prejuicios y prejuiciosos que rondan a las mujeres en las militancias, sumaba aquellos (y aquellas) detractores de las fiestas de cuerpos, plumas y liberaciones.

Recuerdo las notas de varios medios locales y nacionales mostrando la extravagancia de una reina militante “k” y feminista. Poco acento se ponía en otros de mis recorridos, trayectos de formación académica y política. A simple vista se podía ver en esas notas la intención de espectacularizar la política o de dar una connotación negativa a la politización del carnaval.

No hay fenómeno social y cultural que no sea político. Que no se vincule intrínsecamente con procesos políticos, ideas políticas, identidades políticas. El carnaval no escapa a ello.

En toda la tradición carnestolenda de sur América, el carnaval es el espacio de confluencia de tradiciones bajo un mismo grupo de motivos últimos: la liberación de los cuerpos, la inversión de los roles detrás de las caretas y disfraces, la posibilidad del mundo adulto de recuperar el goce lúdico, la sensualidad y la alteración de las jerarquías y el disfrute colectivo.

Son esas razones por las que popularmente las expresiones de carnaval se han enraizado y moldeado en regiones, pueblos y gentes. Desde las diabladas andinas, a los rituales afroamericanos de Salvador de Bahía, o desde las escuelas cariocas, a las murgas porteñas, o desde los tablados orientales a las cornetas gualeguaychuenses, se ven risas y lágrimas liberadoras bailando al ritmo que marca la percusión de la caja chayera, el redoblante o el tamboril.

Sin embargo, también esas son las mismas razones por las que otros sectores (de antes y ahora) ven en estas fiestas los excesos barbáricos de la plebe, el descontrol y una peligrosa subversión.

Fue la última dictadura cívico militar la que por decreto prohibió los feriados de carnaval, además de atentar contra otras expresiones genuinas de la identidad popular como el tango, el chamamé, el folclore o el rock de denuncia social.

Pero el carnaval sobrevivió de muchas maneras, se reinventó o nació en nuevos lugares.

En Gualeguaychú, el carnaval fue vehículo de una sociedad mejor, de una sociedad un poco menos excluyente e injusta. Desde sus inicios fue el encuentro de barrios y clases sociales. Con el paso de las décadas se constituyó en uno de los pocos espacios de expresión artística y de desarrollo laboral de la comunidad LGTTBIQ+ en aquellos tiempos donde ser trans o travesti era motivo suficiente para que la policía te detuviera o la sociedad te acorralaba. Esos tiempos en los que aún la Organización Mundial de la Salud (OMS) consideraba a la homosexualidad como una enfermedad.

También el carnaval fue un espacio donde las mujeres pudimos liberarnos, danzar, expresarnos ante los ojos de una sociedad que en gran parte no toleraba dicha libertad. Porque la libertad de las mujeres ha sido un espectáculo insoportable en una sociedad llena de prejuicios e imperativos.

Esos prejuicios y formas esperables de ser aún continúan. Entonces, es esperable que las mujeres bailarinas del carnaval sean sensuales y divertidas pero no que se pronuncien políticamente. En realidad, esto pasa en muchos ámbitos, ¿no? Se espera de nosotras simpatía,  belleza, moderación, suavidad y flexibilidad. Si somos apasionadas, vehementes o combativas ya nos convertimos en esa “mujer” poco esperable, la que no representa el verdadero mandato.

Las feministas (o en el intento de serlo) somos en parte la negación de las imposiciones sociales que pesan sobre nosotras sólo a razón del género al que pertenecemos y la afirmación de una nueva forma de construcción de relaciones sociales donde el poder se distribuye de otra manera.

Por eso, con mis contradicciones a cuestas, con los errores que escribo al intentar trazar renglones ciertos, es que digo que haber sido “reina” del carnaval me permitió acercarme aún más a mi consciencia de mujer y a poder hablar de nuestros derechos en ámbitos muy poco frecuentes. Reivindicar a esa fiesta popular que es industria cultural generadora de empleo y producto turístico que dinamiza la economía de la ciudad y la región.

Sin lugar a dudas, las identidades culturales populares y las luchas políticas colectivas son aquel espacio donde confluyen la razón de ser de muchas personas que soñamos con un mundo más justo y libre al ritmo que marcan las batucadas.

Si el mundo tuviera más lógicas carnavaleras y menos lógicas excluyentes y elitistas, probablemente viviéramos mejor. Así que sigamos construyendo el reinado de momo, ese donde el pueblo es protagonista, donde el género no importa demasiado y donde no hay realización individual sino jolgorio colectivo.

Un mundo donde no tengamos que llorar la discriminación y la muerte, sino reír en el amor y la igualdad.

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